Si Italo Calvino siguiera con vida, me gustaría proponerle que utilizara El Corán como ejemplo para ampliar sus definiciones de libros clásicos; aquellos que no se leen y de los que todo el mundo habla mal. Pero si para algo creo que puede servir El Corán como lectura es para ayudarnos a pensar en ese reflejo que tenemos todos los lectores de juzgar lo que leemos. No me refiero al ejercicio de la rabiosa e inevitable libertad que implica el hecho en sí de la lectura, sino al siempre tener “algo que decir” sobre cada libro que leemos. El reflejarnos en una opinión. Al final cada libro es un espejo y en lo que decimos sobre los libros y las personas que los escribieron inevitablemente nos retratamos. Y creo que El Corán es uno libro perfecto para desafiar nuestros propios límites, de ampliar la mirada aún más allá y realmente desafiar todos los puntos de vista.
Los musulmanes han logrado que de forma inevitable se hable con cuidado de El Corán. No se trata ahora de si ese número de personas que te partiría la boca o te cortaría el pescuezo si les dijeras cara a cara según qué cosas de su libro sagrado son muchas o pocas, la mayoría o una minoría dentro del Islam. Ni menos aún intentar agrupar a sus lectores entre los “moderados” o los “fundamentalistas”, porque es una perspectiva ajena y estrecha. Y si para algo puede servir El Corán es para volver a un viejo problema, el del fundamento de la lógica tradicional: las categorías. Comparar “libros sagrados” es comparar peras con manzanas. Y las conclusiones que se pueden derivar serán siempre necesariamente absurdas porque parten de premisas que pertenecen a categorías diferentes. Como hablar de la humedad de los colores o del peso de las ideas. La Torah, El Corán y las Biblias Cristianas son mutuamente excluyentes. Si uno es verdadero el/los otro/s son falsos. Pero sólo en sus propios términos. ¿Qué sentido tiene entrar en una discusión así? Mi lectura del Corán es la de un no-musulmán que no tiene la más mínima intención de serlo. Como mi lectura de las Biblias Cristianas son las de un no-cristiano que no tiene la más mínima intención de serlo. Pero cuando uno ha contemplado aunque sólo sea una vez ese instante de misericordia que de pronto transforma a un hombre por completo, se tiene mucho cuidado de no decirle a nadie en qué tiene o no tiene que creer. Y menos aún de juzgarle por lo mucho, poco, bien o mal que cree. A saber por qué camino le lleva el Creador a cada uno; cómo para ponerse a decirle a otro cual es el suyo.
No es por ánimo de llevar la contraria, pero he de confesar que he disfrutado como lector del Corán mucho más de lo que en su día disfruté de los Evangelios. Por un mayor interés en los temas que toca y, especialmente, por la forma. Al menos la palabra Dios no aparece escrita ni una sola vez. Aparecen otros nombres, con sentidos que se solapan en capas y son vibraciones en la conciencia. Ese “sí pero no” del hebreo y el árabe que los hace tan reverberantes y rotundos. Y a la vez tan desesperantes por su inconcrección para los griegos, pues no es otra cosa Europa que lo que dice ser, griega y cristiana hasta los tuétanos, si no es una y la misma cosa. A favor del Cristianismo habremos siempre de reconocer que a su manera ha sabido domesticar al griego que el europeo lleva dentro. No hay nada más insufrible que el ateo cristiano, porque es con quien más fuerza y determinación ha grabado a fuego los límites conceptuales del helenismo como valores de “lo absoluto”. En una actitud que posiblemente ni el más fanático ultra-cristiano jamás podría pretender. Los católicos en el poder pueden prohibir el divorcio, derogar la ley que permite a personar del mismo sexo inscribirse bajo el rango jurídico y fiscal de “personas casadas”; y hasta nos pueden tirar en la hoguera a los que no somos cristianos ni tenemos la más mínima intención de serlo. Pero ni el más zumbado de los obispos más zumbados de la historia sueña con un mundo sin herejes, sin hombres libres, porque esa es la Quinta Enmienda de los creyentes: libre albedrío. Y ni el Papa más medieval ni el Mufti más radical, ni el más temeroso de los haredíes jamás podrá negarlo. Soy libre porque soy un hombre. Mátame si quieres porque al fin y al cabo eres tú el que se busca el problema. “¿Y por qué cuando se habla de libros sagrados siempre se termina hablando de muerte y de violencia?” nos pregunta alguien desde la segunda fila con ese gesto cansino de “estos fanáticos son todos iguales, buf…”. Pues porque de eso, querido, va la película. Porque a eso me refería, a que ninguna creencia tendrá jamás la pretensión de pensar que el mundo empezó ayer, o que las cosas fueran distintas en algún momento del pasado. Que en la Babilonia de hace 4.000 años o en la Jerusalén de hoy no hay un buen número de personas que ha pensado lo mismo de eso, y de todo. Que el deseo ha sido el motor del hombre y su objeto, en dónde lo enfocamos, el motor de los problemas. Lo que me incomoda del Evangelio es que usa el término “Dios”, que no es otra cosa que una de las formas de “Zeus”. Significa “a Zeus”. Y son precisamente los ateos cristianos los que han hecho insufrible la extensión del paganismo hasta el extremo de considerar que todo lo que se puede decir sobre lo Sacro son variaciones de una discusión sobre Zeus. Y eso es precisamente eso que se cataloga como “monoteísmo”, el deseo de irse lo más lejos posible de todo eso, del paganismo. De la idea de que el devenir de la existencia es reducible; que se puede entender la vida y que todo tiene una explicación. Que la razón es un ente autónomo y libre. Que las emociones son procesos químicos. Por supuesto que lo son; pero es reducir la ingeniería a la mecánica. El protagonista de las Biblias Cristianas no es Zeus, por supuesto, y el área de interés de sus lectores y creyentes es otro. Pero cuando veo aquello de Dios escrito por todas partes digamos que hay un algo de defecto de forma. No es para mi. Pero no creo que a las personas que cada día tienen en su fe el combustible de su existencia les interesen demasiado estas cuestiones de mecánica lingüística.
Los temas que me han hecho más estimulante la lectura de El Corán son precisamente la figura de Abraham, la poesía y las tradiciones orales. Respecto a esto último, las tradiciones orales, el desprecio al Islam es posiblemente una verdadera lástima para el estudio de las literaturas comparadas. En cuatro niveles diferentes. Es un libro sin libro. Fue una tradición oral, una recitación, que fue memorizada por mucha gente antes de adquirir su forma escrita. Las distintas ramas del Islam están aún más separadas y divididas entre sí que las cristianas, pero el acuerdo sobre el texto en sí, es absoluto entre todas las facciones enfrentadas. En el momento en que se ordenan las diferentes partes, los capítulos en prosa rimada que son las suras, se hace además de una forma que ayude a la continuidad en la memorización. Las suras más largas (y algunas realmente lo son) están al principio y a partir de ahí su extensión se acorta. Es más fácil de leer en capítulos a medida que avanzas. Por supuesto que es una simplificación, pero realmente ese es una gran limitación para los lectores, que los primeros capítulos son larguísimos y si saltas directamente al final, tienes la sensación de que te has perdido algo y tienes que volver atrás para enterarte. Además de eso, se conservan un montón de tradiciones orales, los “hadithes” que tienen muchas veces más miga que El Corán en sí. Una especie de Talmud desordenado. En el Mundo Cristiano los estudiosos de la crítica denominan a los de los Evangelios “logiones”, y son una reconstrucción de un texto posible, una lectura ideal. Pero no ha sido ese tampoco mi área de interés, el entender el Islam. No estoy muy seguro hasta que punto nadie debería opinar de una creencia que no sea la suya. Aunque sea inevitable hacerlo. Me quedo con Abraham y las tradiciones orales sobre él.
La perspectiva de El Corán es que no es una “nueva” Revelación, sino una corrección sobre la original, la que se llevó a cabo por medio de Abraham y que los Profetas y con el tiempo y la malicia de algunos, los judíos primero y los cristianos después, han distorsionado. Las ediciones de El Corán occidentales están llenas de notas en las que se determina con qué corresponde este o aquel episodio con este o aquel episodio de las Biblias Cristianas o la Torah. Y los críticos tratan de reconstruir a qué tipo de textos había tenido acceso Mahoma desde la lógica de que todo texto está siempre generado por un texto anterior. Me quedo con la lectura literal de una de las primeras Suras que por su corta extensión está colocada hacia el final, la 88. Dice algo más o menos así: “Y esto está en los Libros de los antecesores. Los libros de Abraham y Moisés”. La expresión para los “libros” de Abraham es “Suhuf Ibrahim”, los rollos de Abraham. Por supuesto que la crítica más civilizada y científica considera que ese pudo ser el título de alguna de las “tradiciones apócrifas orientales”, pero yo inicié mi lectura de El Corán para ver si “había algo” que sonara al “Sefer Yetzirá”, el Libro de la Creación. Una obra que se atribuye a Abraham y que por lo general se considera que no tiene poco o nada que ver con Abraham. Afirmación que, lamento decir, es tan indemostrable como su contraria y será siempre objeto de eterna especulación. Al final todo depende del consenso. La mayoría de la crítica científica piensa que es un tratado medieval que aparece en el siglo XI como fruto de la contaminación de “ideas gnósticas neoplatónicas”. Y de verdad que algún día me encantaría que alguien me explicara qué demonios significa eso aparte de “habla de cosas raras y de otra forma de algo que inventaron los griegos: ¿quién si no?”. Yo creo que si hay “algo” que viene desde Abraham en ese brevísimo libro que trata sobre la creación por medio de las letras, de la palabra. Y recomiendo vivamente la edición de Rabí Aryeh Kaplan si alguien tiene algún interés en asomarse a su lectura. En lo relacionado con los temas de El Corán, además de la figura de Abraham, hay un detalle que tiene que ver con las estrellas, con el cielo. En una de las versiones del “Sefer Yetzirá” (puesto que al tratarse de una tradición oral hay varias versiones que contienen materiales añadidos en forma de explicaciones) se menciona una constelación, Draco. Su estrella era curiosamente la estrella que marcaba el Norte geográfico hace tres milenios, en la época de Abraham. Y si en algo se expresa en concreto, tanto en el “Sefer Yetzirá” como en El Corán, la Torah sus traducciones en las Biblias Cristianas es precisamente ese alejamiento de la astrología. Que va más allá que la creencia en el efecto de los astros sobre los seres humanos, sino el desafío más soberbio a la más griega de las ideas: la del Destino. O más exactamente, la idea de que puede ser desafiado, que “todo está escrito” y no hay nada que se pueda hacer. Que no somos libres, vamos. Y pensar algo distinto es propio de esclavos, cabreros, camelleros y enfermos mentales con diversos grados de epilepsia.
El mundo en el que se escribió El Corán es un mundo árabe, rabiosa y orgullosamente árabe, en el que sigue presente la idea de la adoración a las estrellas y la inevitabilidad del destino como algo de lo que hay que separarse. En ese sentido no ha cambiado demasiado con respecto al mundo en que se escribieron la Torah y el Evangelio. Y no ha cambiado demasiado con respecto a eso en el pedazo de historia que llega hasta nosotros. Una de las cosas por las que me identifico inmediatamente con cualquier con cierto interés por Abraham es precisamente su carácter incómodo. Disfruto mucho de las lecturas críticas que pintan a Abraham como otro de esos grandes “inexistentes” de la Historia. Porque es históricamente inverificable en términos que no dejen lugar a dudas a un escéptico. Porque además de ser un personaje de transición prehistórica, para complicar aún más las cosas no construyó nada que relatara a la posterioridad su hazaña. Era un nómada. Hijo de artista, de un escultor; constructor de ídolos. Y en El Corán está más recalcada esa dimensión artística de su padre que en la Torah e incluso en el Talmud. Al fin y al cabo hay un cierta afinidad artística y se habla mucho sobre poesía y poetas en El Corán.
No me cabe por otro lado la menor duda de que Abraham tuvo dos hijos, Isaac e Ismael. Y que hay empieza el lío entre los árabes y los judíos (que no es decir entre los musulmanes y los judíos), tan resoluble e irresoluble como la partición de una herencia. El Corán afirma que Ismael fue el primero y que, de hecho, fue Ismael y no Isaac el que iba a ser sacrificado. Se asume que la bendición pasa a la primogenitura, que es de hecho la costumbre árabe desde tiempos pre-islámicos. Pero en la Torah, en lo referente a los patriarcas, y más allá, con los Reyes, está lleno de casos de bendiciones que pasan a los hijos segundos. Yo, personalmente, soy de los de la versión de Isaac. Las cosas da la sensación de que no han sido muy diferentes por Oriente Medio desde hace 4.000 años. Y en esa perspectiva el lenguaje del Corán está dirigido a una población árabe que conoce su pasado, su propia tradición y nos abre caminos indirectos hacia esa quimera imposible de encontrar al Abraham “histórico”, en ese sentido en que se identifica lo “histórico” con lo “real”; y lo real con lo “verdadero”. Además de los pueblos reflejados en cualquier edición de la Biblias, se habla de otros pueblos monoteistas que los arqueólogos no han puesto en duda. Uno es Ad, en el Sur de Arabia. Tuvieron su propio profeta, Hud, hacia el -2.400. El otro es aún más antiguo, Thamud. Un pueblo árabe localizado en el extensísimo terreno que va desde Hijaz hasta Israel. Su profeta se llamaba Salih y predicó una forma de monoteismo que en el lenguaje del Corán se llama Tawhib. Hay una forma de verlo: o es verdad, o es mentira. Y vuelta a empezar.
O lo podemos plantear desde ese otro ángulo con el que se puede entrar en la lectura de El Corán; como a quien le prestan una casa para el fin de semana. No vas a vivir allí, pero al salir, como buen huésped, tratas de dejarla igual o mejor de lo que te la dejaron como muestra de agradecimiento. Al fin y al cabo mi área de interés es Abraham, no tener algo que decir sobre El Islam. Pero es curioso que toda manifestación relacionada con la Revelación, con el sobre-simplificado término del “monoteísmo” esté limitado a una misma región geográfica en disputa. La época y el espacio de ese Abram que se convierte en Abraham. Como en una extensión de cierta academia griega eterna, esa originalidad es totalmente inaceptable. No hay posibilidad de Creación de la nada, de generación de algo nuevo. “La Creación, lo nuevo, es el Deseo”. Hay “muchos dioses” y al decir “Dios” lo único que se hace es designar el más alto del panteón de alguien. Pero ahora bien; ¿el de quién en realidad?
Si al final no va a ser el libro, sino el lector.
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