lunes, 13 de abril de 2009

El aburrimiento del Cid (y otras historias del castellano).

Última página del manuscrito del Mío Cid de la Biblioteca Nacional, Madrid.

En una página Web de la Universidad de Texas, se puede disfrutar de una grabación completa del Poema del Mío Cid “con pronunciación medieval”. Un trabajo encomiable, dedicado y mortalmente aburrido. Resulta muy complicado imaginar que una audiencia de alguna época estuviera dispuesta a pagar por escucharlo, que fue precisamente la razón por la que aquellos 3.000 versos sobrevivieron durante cientos de años como algo lo suficientemente valioso como para ser conservado. Y valioso en términos estrictamente económicos. Justo en la última línea del manuscrito del siglo XIV (copia de uno anterior del XIII) que se conserva en la Biblioteca Nacional de Madrid se puede leer: “Es leído, datnos del vino; si non tenedes dineros, echad/Allá unos peños, que bien vos los darán sobre ellos”. Que se suele traducir en las ediciones cultas (o sea, todas) como “se ha leído el Poema, dadnos vino; si no tenéis monedas, echad allá algunas prendas, porque devolverán buena cantidad por ellas”. Pero que también se puede traducir como “Es leído, dadnos vino, y si no tenéis dinero, echad allá algo para empeño, que os darán un buen dinero por ello”. Una forma directa de pedir dinero “a la salida”, cuando el espectáculo ha terminado. Como los músicos ambulantes que pasan la gorra al final de su actuación. Pero: ¿y si al público no le gusta? ¿Y si nos encontramos ante una audiencia tan pobre que hay que esperar a que regrese de la casa de empeños para poder pagarnos algo? ¿Qué garantía tenemos de que vayan a volver? Cobrar “a la entrada” conlleva menos riesgos que hacerlo a la salida. Y esta última línea de El Poema del Mío Cid convierte al “texto fundacional” del idioma castellano en un libreto o un guión, no en un poema para ser leído en solitario. Un texto que depende de su interpretación y en el que su valor se mide de acuerdo a un objetivo: entretener a la audiencia a cambio de una paga. Ser capaces de mantenerles en vilo durante horas con la historia de un héroe del pasado para lograr el sustento en el presente. La interpretación será “buena” si lo logra. Y “mala”, si no lo consigue. En este sentido se puede decir que el texto de la Universidad de Texas, es terrible. Pero no se puede criticar a la Universidad de Texas por fracasar en aquello que nunca se propuso, entretener. Porque el objetivo primordial de esta edición (como la de Cervantes Virtual) es conservar un fósil, no revivirlo. Y este carácter orgánico, de objeto animal que debe ser protegido de su destino natural, la putrefacción, está presente en el formato mismo en el que se conserva el poema: 75 pedazos de piel de vacuno en los que un misterioso personaje llamado Pere Abad copió, letra a letra, el poema en “era de milll C.C.xl.v años”, en el 1245, que corresponde en realidad al año 1207 de nuestro cómputo. 108 años después de la muerte del personaje central de la historia, el caballero Rodrigo Díaz de Vivar, El Cid (1099).



¿Qué hay de realidad y qué de fantasía en la historia de El Cid? ¿Hasta que punto nos puede ayudar el poema a comprender la verdadera figura histórica de un señor de la guerra del siglo XI? Pues lo mismo que intentar aprender sobre la historia de Dinamarca por la lectura de “Hamlet” de Shakespeare: no mucho. La narrativa y la historia pertenecen a esferas independientes. Al final del manuscrito se menciona el dinero, pero no es la primera vez. La búsqueda de dinero es una de las mayores preocupaciones del Cid a lo largo del poema. Para poder salir de Castilla engaña a unos prestamistas judíos y, en sus sucesivas campañas, el adecuado reparto del botín es una de sus mayores preocupaciones. Y la presencia de dinero, dentro y fuera del poema, en la historia y en la solicitud de un precio por contarla, nos devuelve un eco de un pasado tan complejo y alejado de toda pureza como el presente. Si echamos un vistazo al contexto en el que se desarrolló la vida de El Cid, encontraremos las dosis de sed por el poder que en cualquier época. Había cinco grandes reinos cristianos (dos de ellos bajo control de Alfonso, el personaje del poema) y varias decenas de reinos de taifas, musulmanes. Reinos que peleaban entre ellos, hacían y deshacían alianzas sin importarles demasiado si el nuevo aliado era judío, cristiano o musulmán. Alfonso desterró a El Cid en dos ocasiones (que el poema mezcla en una sola). En la primera, el Cid se puso al servicio del rey moro de Zaragoza, Al-Mutamim, que peleaba contra su hermano y sus aliados cristianos: aragoneses y catalanes. En este periodo, el Cid luchó la mayoría del tiempo contra los cristianos. En 1086 Alfonso, que tenía pretensiones se crear un gran imperio, fue brutalmente derrotado por un personaje venido desde el Norte de África que aparece mencionado en el poema: Yusuf, líder de los almorávides. Esta derrota le acercó de nuevo a su vasallo. Pero tan sólo tres años después, en el 1089, Alfonso vuelve a desterrarle y El Cid, a diferencia del poema, va por libre. Se lanza a la conquista de todo lo que está a su alcance y alberga sus propias pretensiones a un trono. Cuando reconquista Valencia para sí mismo, en el año 1094, se da el título de príncipe Rodrigo el Campeador y hace una alianza estratégica; casa a sus dos hijas con los hijos de sus potenciales enemigos, los reyes de Aragón y Navarra, contra los que había luchado al servicio de los moros de Zaragoza y junto a los que lucha en esta ocasión contra los peligrosos almorávides. Al escuchar la reconstrucción del poema, con ese acento hondo, monótono y profundo que trata de reconstruir sonidos que tal vez nunca existieron y la dicción de letras que hace mucho tiempo que se dejaron de utilizar (como la cedilla, “ç”) nos asomamos sin embargo a un mundo de líneas firmes y definidas. De un lado, los moros, del otro, los cristianos. El bien y el mal frente a frente, sin la compleja trama de matices que ofrece la realidad. No se espera que nadie pague porque le cuenten lo que ya sabe, que el mundo es complejo. Y el gran atractivo que ofrecía El Cid – y que es prácticamente imposible que pueda ofrecer hoy de nuevo – es el retrato de un hombre libre, que a golpe de espada y valor hizo lo que le dio la gana. Hasta un punto. Y esa es precisamente una de las limitaciones del texto, el profundo conformismo del poema hacia las reglas del juego, la relación del poema con el poder. Es prácticamente imposible determinar el verdadero peso de este poema en la configuración del castellano como lengua, o como vehículo para determinar como era realmente la vida de aquellos siglos. Pero se aprecia en él un rasgo que pervive hasta nuestros días en las letras castellanas; la sumisión al poder. El personaje del poema está encorsetado en las reglas del juego: el rey es el rey y hay que respetarlo. A diferencia del personaje real, que cuando se marchó por segunda vez de Castilla se puso frente a frente a Alfonso, el Cid del poema no hace nada sin consultar a su rey, ni da un paso sin hacérselo saber a su soberano, aunque su soberano le haya desterrado y no quiere saber nada de él. En una época de profundas deslealtades, El Cid propone un modelo moral, de hombre fiel y leal en un mundo de contornos definidos. De la misma manera que el poema mismo ocupa en la historia de España el lugar involuntario de una Biblia, un texto fundacional que nos habla de la pre-historia de la lengua que articula nuestro pensamiento, el castellano. Lo malo, o lo bueno, es que contemplar la historia del castellano a través del poema del Mío Cid es como en ese relato de Bradbury en el que cuando la sonda espacial Viking llega a Marte (1976) envía imágenes de un extenso desierto rojizo. Pero a su espalda, fuera del ángulo de la cámara, se elevan los imponentes restos de una antigua civilización. Lo mismo sucede con el Mío Cid; fuera de su ángulo de visión está lo más interesante de aquella época. Y toda especulación sobre el modo en que surgió la lengua castellana no es, desde el punto de vista de la lógica, más defendible que un relato de Ciencia-Ficción.

Conjunto monacal de San Millán, pomposamente bautizado como "Cuna del castellano".

Comencemos por el texto en sí. A principios del siglo XX, Ferdinand de Saussure (1857-1913) escribió su obra manga, el “Curso de lingüística general” como se escribió el Mío Cid; se la escribieron. El libro fue llevado a cabo a partir de la recopilación póstuma que hicieron algunos de sus discípulos de las clases más importantes de Saussure como profesor en la Universidad de Ginebra. Saussure dedicó su vida al misterio de la diversidad de las lenguas. ¿Por qué hay idiomas tan diferentes en el mundo? ¿Cómo se forma un idioma? ¿Cómo evoluciona? ¿Cuál es la lengua más antigua? Una de las cosas que Saussure advierte es que no se puede confundir una lengua con su ortografía. Esto es, que existe un registro que es el habla, lo que nos decimos y otro distinto, que es lo que escribimos y cómo lo escribimos. Cuando, de forma periódica, alguien se lamenta de la degradación del castellano y recomienda su buen y correcto uso lo que en realidad hace es intentar corregir, de forma artificial, el proceso natural de una lengua, que es cambiar, evolucionar y transformarse. Cuando se dice que existen en el castellano demasiados “ismos” (extranjerismos, galicismos…) y se insta a preservar la pureza del lenguaje, se invita a aproximar el habla a ese modelo ideal que es la Lengua y que se expresa formalmente en las gramáticas. Pero lo que sucede en un libro no tiene que estar relacionado con lo que sucede en su entorno. “La lengua, pues, tiene una tradición oral independiente de la escritura, y fijada de muy distinta manera; pero el prestigio de la forma escrita nos estorba el verla”. El primer “vestigio” oficial de la lengua castellana es un buen ejemplo de esta diferencia. Se trata de las llamadas glosas emilianeses. En el Monasterio de San Millán de la Cogolla, en los márgenes de un códice en latín, hay más de 1000 anotaciones escritas en tres idiomas distintos: en un latín más coloquial, la mayoría, algo más de cien en romance y dos en euskera (aunque hay palabras en euskera en las que están escritas en romance). Esas aclaraciones o “glosas” se escriben porque la mayoría de los lectores no entienden la lengua en la que está escrito ese códice, el latín. Su lengua y su habla son totalmente diferentes. El Cid vivió con un siglo de diferencia respecto a esas glosas, y el poema del que es protagonista, pudo componerse dos siglos después. En qué medida el poema refleja la forma en la que hablaba la gente o era un modelo culto de cómo deberían hablar es una pregunta sin respuesta. Dado su carácter netamente comercial, al menos la versión del códice que tenemos, es de suponer que su lenguaje se aproxima al del hombre de la calle, para que le entienda. Pero no se puede determinar realmente en qué medida estamos ante un lenguaje culto y elaborado, o ante una elaborada pieza de lengua popular. Lo mismo sucede con la ortografía. Además de la “ç” hay palabras que es posible reconocer hoy que aparecen con otra grafía; “apriessa” por “aprisa”. “Dexar” por “dejar”, “agora” por “ahora”, o “facer” por “hacer”. En las versiones reconstruidas del Mío Cid, como la de la Universidad de Texas, se da por sentado que al escribirse de una forma distinta, se pronunciaban de una forma diferente. Hipótesis que también es totalmente imposible determinar. Usemos como ejemplo la letra “f”. Hasta bien entrado el siglo XVIII y a aún a principios del siglo XIX, muchas palabras que hoy escribimos con “h” se escribían con “f”. ¿Se determinó un día nacional del cambio de letra para distinguirlas las palabras? ¿Se convocó a la nación para determinar que a partir de cierto día se diría “hacer” y no “facer”? ¿O más bien hubo un proceso natural y colectivo que diferenció dos sonidos y la forma de escribirlos? Algunos de los más oscuros párrafos del Mío Cid, cuando se escuchan en ese idioma reconstruido son muy difíciles de entender. Mientras que cuando simple y llanamente se leen como los leeríamos hoy, tienen más sentido. ¿Y qué hay del otro lado de la frontera?


Palacio de la Alfajería de Zaragoza, construído por el padre de Al-Mutamin, a quien el Cid sirvió como mercenario tras su primer destierro.

Tras su primer exilio, entre 1081 y 1085, el Cid pasó al servicio de un moro, Al-Mutamin, rey de la Taifa de Zaragoza. Un reino que se extendía por Zaragoza, Huesca, Tudela y Calatayud. Al-Mutamin de alguna manera encarnaba los valores ideales que se esperaban de un soberano árabe, aquel cuyas virtudes deben ser superiores a las de la mayoría para servir de ejemplo. Fue un matemático extraordinario que escribió sobre conceptos de matemática avanzada como los números irracionales y las secciones cónicas. El palacio de la Aljafería de Zaragoza es un retrato en piedra de la preocupación por la geometría del universo y la puesta en práctica de aquellas ideas sobre masas y volúmenes. En todo el arte islámico no existe una obra más inquieta, sofisticada y compleja como aquel palacio que el Cid, probablemente conoció en calidad de mercenario, de soldado por una paga. El 75% del territorio peninsular era, al menos formalmente, árabe-hablante. ¿En qué manera influyó el árabe en la creación del castellano? El Poema del Cid ofrece una imagen falaz, perpetuada hasta nuestros días, de que los conflictos no son fuente de intercambios. En otras palabras, que los cristianos se apegarían al latín como lengua propia y serían refractarios a toda influencia árabe como lo eran en la guerra. El castellano surgió de la propia evolución local del latín, sin que el árabe lo influyera de forma notable. Al fin y al cabo, el moro era el enemigo mortal al que había que expulsar por todos los medios de las tierras que ocupaban. Sin embargo, no es eso lo que nos dice la historia. En el verso número 5 que conservamos (puesto que al manuscrito le falta el primer folio) se lee: “e sin falcones e sin adtores mudados”. El Cid mira con lástima los ganchos vacíos, donde ya no cuelgan las pieles, ni los halcones y azores que las cazaban. La cetrería era un arte árabe, como árabes eran todos los modelos de refinamiento y cultura. Las relaciones entre los sonidos representados en el códice por las letras “x”, “g” y “j” son más fácilmente comprensibles cuando se piensa en las guturales árabes. Pero el poema, al menos hasta el Mío Cid, era un arte eminentemente árabe. La poesía es el nexo de unión entre lo árabe y lo musulmán. Pasaron muchos años hasta que se puso por escrito El Corán. Las suras, los capítulos, fueron memorizados y repetidos de boca a oído de tribu en tribu de Arabia. Y es cuando llegan a la corte cuando los árabes cultos se sorprenden de que aquellas poesías de forma tan perfecta fueran obra de un hombre sencillo que no sabía leer ni escribir llamado Mahoma. La “forma” del Corán es para los árabes una de las pruebas de su carácter sobrenatural. Y en Al-Andalus la poesía árabe se cultivó de forma muy profusa. En una de las iluminaciones que acompaña a otro de los clásicos del castellano, las “Cantigas de Santa María”, aparecen un juglar cristiano y uno moro cantando a dúo. Es evidente que intentar determinar la influencia que el árabe pudo tener sobre el nacimiento de esa lengua que llamamos castellano es otro callejón sin salida. Pero negar la posibilidad de que el idioma no surgiera sólo de la descomposición del latín, es negar la naturaleza misma del idioma, que se crea de forma colectiva de acuerdo a unos mecanismos que resulta totalmente imposible determinar. De hecho, del otro lado de la frontera de los reinos cristianos aparecen vestigios de lengua romance en formas métricas árabes; las jarchas y las moaxajas. Hay evidencias escritas de lengua romance en estos poemas desde el siglo IX. Y sus temas son más elaborados. No hablan de guerra, sino de amor. Si se comparan aquellas primeras evidencias de lengua romance que conservamos de los territorios árabes, con las de los territorios cristianos, el panorama se parece mucho al del duro juicio de Maimónides, que en una de sus obras comenta de pasada el punto de vista de un andalusí sobre “el otro lado”: “Si los cerdos se usaran para la alimentación, los mercados e incluso las casas serían más sucios que las letrinas, como puedes ver ahora en el País de los Francos”. Los documentos más antiguos del castellano, además de las glosas, los componen una lista de la compra de León (la “nodicia de Kesos”) en la que se da cuenta de los quesos que el hermano Jimeno ha gastado en el año 974 ó 975. Los llamados Cartularios de Valpuesta, son una colección de documentos sobre donaciones y traspasos de propiedades que abarcan un periodo de varios siglos (desde el IX al XII). Las jarchas en romance, escritas en ese mismo periodo tienen otro grado de profundidad psicológica. La traducción de una de ellas dice: “Mi humillación me gusta,/mis ansias, mi tortura./Deja, pues, tus censuras./Soy de una gente rara,/que de su mal se jacta”.

El descubrimiento de las jarchas es relativamente reciente: 1948. El hebraista israelí Samuel Miklos Stern encontró que al final de algunos poemas de mayor extensión escritos en hebreo, aparecían unas líneas finales escritas en otro idioma, una forma de romance que llamaron mozárabe. El detalle había pasado por alto durante siglos por dos motivos; los manuscritos no estaban en España, sino en Fostat (El Cairo). Y estaban escritos en caracteres hebreos, no latinos. Miklos Stern se puso en contacto con un arabista español, Emilio García Gómez que al principio se sintió despistado por el hecho de que aparecieran aquellos vestigios de castellano en poemas hebreos. Poco después Stern encontró nuevos ejemplos en árabe, y el mismo García Gómez se ocupó de recopilar ejemplos del árabe. “Jarcha” significa “salida”, puesto que estos pequeñas rimas iban colocadas al final de una composición de mayor extensión escrita en árabe o en hebreo. Lo más curioso de aquellas primeras jarchas que encontró Stern es que son obra de personalidades ilustres del mundo judío que nunca se asociarían con el castellano: Juda Ha-Levi, Ib Ezra y Todros. Y es muy curioso que fueran encontrados en Fostat, que fue precisamente la ciudad en la vivió la mayor parte de su vida Maimónides. No sería el único caso en que un arte de Al-Andalus pasa directamente a Oriente Medio sin dejar un rastro claro en la Península. El otro ejemplo son los trabajos matemáticos de Al-Mutamin, aquel rey de Zaragoza que contrató al Cid por sus habilidades guerreras. Fue Maimónides quien los popularizó en Egipto, mientras que en España no quedaba ni rastro ni vestigio de su presencia. Baste un detalle significativo. Los números, tal y comos los conocemos hoy, fueron una invención de un matemático árabe, Al Juarismi, de cuyo nombre vienen las palabras guarismo (número) y álgebra. Juarismi introdujo el sistema de notación actual, o sea, el uso del 0. En el mundo cristiano, heredero de la tradición latina, los números se escribían como aparecen al final del poema del Mío Cid: C.C.xl.v, que hoy, a partir de una evolución del sistema árabe, escribimos como 245.



La validez de un símbolo no depende de su exactitud o su validez científica; es suficiente con que corresponda a una experiencia humana común. Si el Cid era un hombre adornado por las más altos valores de la caballería (como dice el poema) o un mercenario dispuesto a poner su espada al servicio del mejor postor (como dice la historia) no afecta para nada a su validez como símbolo. Ahora bien; ¿de qué? Cualquier intento de reconstruir aquel texto es un sucedaneo de una fantasía infantil: la de retroceder en el tiempo y disfrutar con nuestros sentidos, en directo, de un tiempo pasado. Pero toda respuesta está destinada al fracaso, porque toda experiencia lingüística, desde la creación de un poema hasta la creación de un idioma, se situa en el territorio fronterizo de los orígenes de la conciencia. ¿Por qué se escribió ese poema? ¿Para quién? ¿Por qué se utilizaron unas palabras y no otras? Renunciar a la explicación tradicional sobre el Mío Cid y el origen del castellano no es renunciar a ahondar en el pasado; sino más bien renunciar a la pretensión de que un acontecimiento complejo tiene causas simples. O que tiene una única causa. Y es, sobre todo, una invitación a mirar al otro lado de la frontera, Al-Andalus en busca de otras claves, de otras posibilidades. Lo que es en el fondo una revindicación de la poesía, dentro y fuera de los poemas.

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