“¿Por qué te has metido en esto”
Porque me divierte.
¿No estás tratando de ser un escritor de la forma equivocada?
No, no soy escritor. Mi deseo de serlo no es bastante profundo.
¡Por Dios, hay millones de personas que tienen ese deseo y no conozco a nadie que valga cinco centavos!
Y ¿qué es lo que lo vale?
Estar jodido y levantarse por las mañanas de todos modos.
Eso es”
“Los desnudos y los muertos” (1948)
“Los desnudos y los muertos” (1948)
Con 26 años, Norman Mailer (1923-2007) publicó su primera novela, “Los desnudos y los muertos” y pasó, directamente, a la lista de los grandes escritores. Aquella novela ambientada en la conquista de una isla en el Pacífico Sur durante la Segunda Mundial, sigue siendo considerada como LA novela de la Segunda Guerra Mundial como “Tempestades de Acero” (1920) de Ernst Jünger, lo es de la Primera. O “Imán” (1930) de Ramón J. Sender lo es de la Guerra de Marruecos. Como Jünger y Sender, Mailer fue testigo de los hechos que relata, a una edad parecida (20-25). Y publicaron esas tres primeras novelas en un lapso de tiempo similar con respecto al fin del conflicto en el que participaron. Dos años después del armisticio de 1918 en el caso de Jünger, tres después de 1945 en el caso de Mailer y Sender seis con respecto al final de la Guerra de Marruecos (1924). Los tres, eran soldados. Y de alguna manera lo siguieron siendo hasta el final de sus días, lo que cambió, fue la causa.
Eso es otra de las cosas que tiene de deslumbrante “Los desnudos y los muertos”, el retrato de soldados, o, más bien, el retrato de hombres en guerra. Entra y sale en el presente de la operación en la Isla, y el pasado de cada uno de los personajes de una forma tan magistral, que más que una novela sobre un pelotón escrita por un solo escritor, parece el relato colectivo de seis soldados diferentes. Está Hearn, el joven intelectual que lee a Rilke; Roth y Goldstein, los dos judíos que se odian. El sargento implacable, Croft, el campesino sureño, Ridges, Red Valsen, minero anarcosindicalista de Montana, Gallagher, un católico irlandés de lo peorcito de Boston, y la gran estrella de la jornada: el general Cummings. Autor de perlas como esta: “El hombre medio nunca se atreve a sospechar que los que están en el poder tienen sus mismos perversos instintos”. Y lo dice él, que es el hombre de más poder en ese lugar, y que ha hecho del poder el mayor objeto de su pensamiento. Refinado, inteligente y despiadado. Cómo un hombre de 26 años pudo hacer un retrato de un personaje así, da una idea de su capacidad. “Los desnudos y los muertos” es de alguna manera un canto exacerbado a la condición masculina. Es un libro “de tíos”. Y si una mujer quiere ver cumplido su deseo de escuchar de “qué hablan realmente los hombres” cuando no hay damas delante, que se lea la novela de principio a fin. Porque en cada personaje hay una actitud diferente ante el mundo y la vida. En un retrato muy complejo, donde se habla de todo, desde la condición judía, a las putas, de Marx a Engels. Y no dejan de pasar cosas, todo el tiempo. Es un tiro. Por supuesto que también se habla de las mujeres, y en general pestes. Ahí va una: “Sus pensamientos eran de esos que sólo se pueden decir a un hombre. Las mujeres tienen que ocuparse de los hijos y de los detalles cotidianos”. O esta: “Les pagaría, hablaría de ellas y tal vez fuera más fácil que librarse de las mujeres que habían encontrado en él algo que él no tenía o que no quería dar”. Y en esto Mailer, también demuestra precocidad, porque se anticipó el futuro: se casó seis veces, apuñaló a su segunda mujer. Tal vez por estas cosas, Arthur Miller no lo podía ni ver. Ahora una de casualidades.
Arthur Miller no fue a la guerra. En esos años se buscaba la vida, en Nueva York. Escribía guiones para la radio e intentaba representar alguna obra. Cuando terminó la guerra, un buen día, escuchó un gran escándalo en la puerta de su apartamento. En el descansillo, había un soldado, muy violento, gritando a una mujer. Ese soldado era Mailer. Y poco después tocó el timbre al vecino sólo para decirle, que él, Norman, era muchísimo mejor dramaturgo. Luego sus vidas, de alguna manera, siguieron ligadas. Los dos fueron hasta el final de sus días un referente, una voz, una conciencia. Pero no desde el panfleto, sino desde la literatura. Creo que Mailer despreciaba a Miller porque Miller se creía realmente un intelectual. De los que dice: “eres tan profundamente bueno que sólo tienes superficie”. Pero en el fondo, él también lo era; antes del Ejército, estuvo en Oxford. Tenía más cosas en común con Mailer (ambos eran judíos) de lo que le gustaría. Y en el fondo su orgullo de macho se debió ver muy resentido cuando el “intelectual” Miller se casó con el mito sexual del momento, Marylin. Tal vez por eso, fue precisamente Mailer el que escribió la biografía de Marylin, para tener su parte en una mujer que en vida le hubiera sido inaccesible. Mailer no sólo no fue mejor dramaturgo que Miller, sino que su segunda novela, firmada gracias al éxito de la primera, parecía escrita por otra persona. Era y es, muy mala. Pero el resto de su obra es igualmente poderosa, interesante, original. Es uno de los padres del llamado Nuevo Periodismo, el relato en buena literatura de hechos contemporáneos. Al leer “Los desnudos y los muertos” o “La canción del verdugo”, se transmite una energía sólo comparable a la de ese anciano Mailer que relata delante de la cámara en el documental “When we were kings” el duelo entre Mohamed Ali y Foreman en el Zaire. Al escucharle, realmente, te sobran las imágenes reales. Sólo quieres que te siga contando. Así están escritos casi todos sus libros.
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