martes, 21 de octubre de 2008

William Shakespeare: autor teatral.


“Naturaleza erguida dirá: "Ese fue un hombre... ¿Cuándo viene otro?”
William Shakespeare (1564-1616)

La expresión “el hombre de Strafford” es el modo con el que generalmente se refiere un cada vez mayor número de personas para denominar al hombre que con el nombre de William Shakespeare fue bautizado en Stratford-upon-Avon en abril de 1564, se casó con 18 años con una mujer 8 años mayor que él, Anne Hathaway, con quien tuvo tres hijos y no se llevaba muy bien. El hombre que murió el mismo mes que había nacido, abril, en el mismo lugar, Strafford, en 1616, poco antes de cumplir los 52 años. Se retiró y se dedicó a disfrutar de las propiedades que había adquirido. Ese Shakespeare del que se duda que sea Shakespeare porque no han quedado de él ni manuscritos, ni notas. Sólo un puñado de documentos de índole mercantil y judicial que unos grafólogos atribuyeron a “un hombre de nivel académico insuficiente”. Si Shakespeare no escribió sus obras. Entonces, ¿quién? La lista de candidatos es larguísima, pero me quedo con tres nombres. Sir Francis Bacon, Edward de Vere, conde de Oxford y Sir Henry Neville (este nombre es el más reciente, fruto de un trabajo de investigación de Brenda James y William D. Rubinstein). Los que niegan que Shakespeare fuera Shakespeare suelen llamarse “anti-Straffordianos” y llaman “Strafordianos” a los que no opinan como ellos. 



Desde finales del XVI y bien entrado el XVII, las “comedias” castellanas o el “drama” inglés no sólo fueron un expresión artística revolucionaria, sino que constituyeron una industria de éxito, sin precedentes. La reacción ante aquel fenómeno fue muy diferente en España y en Inglaterra. Lope de Vega se peleó con todo el mundo, empezando por aquella gente de la Corte que encontraron en Cervantes un favorito “oficial”, subvencionable y dócil. Lope los insultó, los desafió, los machacó dentro y fuera del escenario y siempre se consideró a si mismo, ante todo y sobre todo, como un escritor, un “poeta”, “que en España son como rameras, que todos querrían echarse con ellas, pero por poco precio, y en saliendo de su casa llamarles putas”. Mientras que Shakespeare, un hombre muy práctico, se hizo “autor” en el sentido pleno de aquel término, empresario teatral. No se entienden sus obras si no se entiende que las representaba en su propio teatro, el Globo, un local con un aforo de 3.350 espectadores para una ciudad donde ya había otro pedazo de teatro, mucho mejor, más culto, refinado y selecto: el Blackfriars, con una historia deslumbrante de idas y venidas que hunde sus raíces en el siglo XIII. En ese teatro, precisamente, Shakespeare hizo la mitad de su carrera. Un teatro que tenía techo y permitía hacer representaciones en invierno, a diferencia de todos los demás, que tenía un sistema de iluminación artificial, en el que la música jugaba un papel fundamental. Y en el que se pagaban fortunas para conseguir una de las pocas localidades para sentarse en el escenario mismo. Por eso Shakespeare también lo compró. Él y todos los miembros de su compañía, los llamados “Hombres del Rey”. No los hombres de Shakespeare, la Compañía de Shakespeare, sino un indefinible grupo de “hombres” bajo el patronato de un Rey, Jacobo I, que adoraba el teatro. Un grupo de hombres que se repartieron todo en séptimas partes, o sea, había siete y se trataban como iguales. Y cada uno tenía una habilidad. El alma de aquella compañía era Sir Richard Burbage, el actor que dió vida a Hamlet, a Otelo, a Ricardo III. Y estaba su hermano, Cuthbert. Entre los dos habían heredado dos teatros que explotaron con sus socios, el resto de los miembros de la compañía. Uno era el Blackfriars, el otro un teatro popular llamado “The Theatre” que estaba en las afueras y en el que sólo se podía representar en verano porque no tenía techo. Cuando el proyecto teatral de Los Hombres del Rey arranca con toda su fuerza, o sea, cuando Shakespeare es Shakespeare, es a partir de 1597, cuando vence el alquiler de The Theater y el propietario de las tierras, Giles Allen, quiere aumentarles el precio de la renta. Al fin y al cabo, son gente conocida y les va bien. ¿Qué hicieron Los Hombres del Rey? Desmontaron The Theater, pieza a pieza y con él construyeron su propio teatro, The Globe. Creo que alguno de ellos, sino todos, debieron de vacilarle bastante a Allen. Tal vez, quien sabe, fue el mismo John Fletcher (1579-1625) el que le sacó el dedo y le dijo “vete a la mierda, le vas a subir el alquiler a tu puta madre” en elegante verso isabelino. Este es el mismo Fletcher que cuando se quemó El Globo, y con él su biblioteca, y los papeles, todo, convirtió en un deber el ponerlo todo por escrito. La primera recopilación de obras completas de Shakespeare, el First Folio. Y este mismo Fletcher, que era un dramaturgo alucinante, que le daba vueltas a los asuntos de rima, de cadencia y verso italiano, fue durante mucho tiempo un rival de los Hombres del Rey. Sucedió a Shakespeare en la compañía, pero no entró en el accionariado, nunca llegó a ser socio. El otro tipo que participó en la recuperación de todos aquellos textos perdidos y en la composición del First Folio fue, nada más, y nada menos, que John Done. Un señor muy serio, sincera y piadosamente religioso, que se convirtió a la Iglesia Anglicana y vivió toda su vida con su mujer, rodeado de sus hijos. Un místico autor de versos tersos, aguas profundas, un conceptista extremo deslumbrado por las paradojas que afloran de los esenciales. Es un insulto traducirlo: “If our two loves be one, or, thou and I/Love so alike that none do slacken”. ¿Alguien así se tomaría en serio a un paleto de Satrafford? Fletcher y Donne se reunían con Shakespeare el primer viernes de cada mes, como un ritual. Pero los nombres que vienen en todas partes como los protagonistas del First Folio son otros dos Hombres del Rey: John Heminges (1556-1630), actor y al mismo tiempo, el estratega de las finanzas. Y Henry Condell, también actor. El First Folio se hizo siete años después que Shakespeare hubiera muerto, en 1623. Todo este sorprendente Rat Pack del XVII lo formaban hombres de una capacidad extraordinaria y un talento excepcional, que se respetaban mucho poque en muchas ocasiones eran rivales. Y todos tenían en común un respeto por William Shakespeare, o al menos, por lo que Shakespeare representaba. Lo que fueron capaces de construir juntos. No los teatros físicos, el Blackfriars, The Globe, sino la esencia que hay detrás de todo eso. Las 36 obras recogidas en el First Folio. Un trabajo colectivo que se cruza y entrecruza, y donde lo sublime es parte de lo mundano.
Se suele decir que identificar un problema es la mitad de camino de su solución. Cuando se plantean dudas sobre la autoría de Shakespeare, en realidad se plantean dudas sobre el proceso de la creación. Porque se deduce que el modelo de “cómo se hizo” es igual que el modelo de “cómo debería hacerse”. ¿Qué es lo que se pone en duda? ¿Qué Shakespeare fuera a un buen colegio, completara los cursos con menciones excepcionales, publicara una tesis sobre, por ejemplo, la “Lex Iulia Theatralis”, el reglamento de Augusto sobre la disposición del público por clases sociales? ¿Y luego? ¿Habría ido con sus manuscritos tocando puertas, hasta que alguien le diera una oportunidad? ¿Cuál es la pregunta, si Shakespeare fue el autor de sus obras o si eran “originales”, salidas de su mente y puestas en el papel sin intermediarios? En ese caso, en efecto, todas las dudas están justificadas. Y es lógico que de pronto aparezca siempre la misma acusación contra Shakespeare, contra Terencio, contra Plauto; copiaban, tenían “colaboradores”. Fiel al modelo universitario de grados y rangos, de ejército disciplinado donde se asciende por loor del mérito y las virtudes, la misma palabra “colaboración” denota un rango, “secundario”, alejados de la fuente de originalidad. Los otros eran “colaboradores”, meros ayudantes, “como tú que estás en prácticas, y aunque estés escribiendo el documento, es mío, becario”. La discusión sobre el concepto de la autoría nos devuelve un debate complejo y educado sobre el ego. “Oh, cielos, si no soy totalmente original, ¿cómo se reconocerán mis méritos?”.
William Shakespeare tenía algo excepcional, de otro modo, ninguno de aquellos pesos pesadísimos le hubieran respetado. Posiblemente Jonson le repetía todo el tiempo aquello de “tienes un latín de mierda y un griego deplorable”, pero con admiración. La de Shakespeare parece una de esas memorias de iletrado que, una vez que ves, no olvidas. Son memorias de esponja, que absorben y absorben, con una inquietud infinita por saber; receptores. Las memorias que recuerdan, completas, canciones una vez que las escuchan. La del abuelo de Séneca, que recordaba doscientos discursos que había escuchado en el foro, y los puso por escrito para ayudar a sus nietos en su carrera legal. La memoria capaz de recordar los más de tres mil versos del “Mío Cid” para, al terminar, decir aquello de: ¿qué hay de lo mío? “Dame vino y lo que tengas, y si no tienes vas y lo empeñas”. Eso dice al final del Mío Cid, pero en la lengua del siglo XI. El padre de Shakespeare era empresario teatral, pero jugó en una liga menor y anterior: la de las compañías ambulantes, el modelo de Lope de Rueda. Posiblemente a la edad de doce o trece años, Shakespeare además de saber actuar, tenía en la cabeza unos cuantos miles de versos. Libre de los efectos de una gramática normativa, la experiencia del verso no es la de la métrica sobre el papel, sino la de la palabra hablada delante de otros, cuando ves su reacción, su sonrisa o sus bostezos, su interés o su desafección. Lo que más impresionaba a todos de Shakespeare, era lo de los versos. Podía ser un estilo a lo que ves en las calles de Pan Bendito, o en cualquier otra parte en los raperos. Que improvisan rimas, que hablan en rima de una forma fluida. Que con los años se convierten en obsesivos de los detalles insignificantes, del verbo, del adjetivo. Me encantaría ver un desafío en un escenario entre Tote King y el miembro de la R.A.E que elijan. Tema, por ejemplo, la métrica del “Mío Cid”. Yo me pido en primera fila. Una de las comedias más imbéciles que se han hecho sobre esa época es, posiblemente, “Miguel and William”, de Ines Paris. El encuentro entre Shakespeare y Cervantes hubiera sido interesante, pero al final hubieran terminado hablando de mujeres, no enamorándose de un reinilla local. Básicamente porque a los dos les tocaron un buen par de harpías. La última propiedad de Shakespeare se la compró a través de los Hombres del Rey para que su mujer no metiera mano. Y Cervantes se pasó toda la vida lamentándose de no poder divorciarse. El encuentro poderoso hubiera sido el de Lope de Vega y William Shakespeare, porque rápidamente hubiera degenerado en un desafío de raperos, una versión imposible de Ali vs Frazer de la rima.
“Pero qué violencia” podría decir alguien. ¿Por qué no se pueden hacer las cosas de una forma tranquila y amigable, sin esta violencia y estos desafíos? No sé, por ejemplo escribir tranquilo, dejando que la inspiración surja y mi yo íntimo se vaya expresando. No. Porque está en su propia naturaleza, la del arte de contar historias para otros. La competencia por el público pone a trabajar a mucha gente en objetivos comunes, aunque tengan motivos distintos. Pudieron publicar el First Folio bien por lealtad, o bien para vender como locos. En los dos casos, nadie se toma la molestia de llevar a cabo un trabajo de recopilación semejante si no se juega nada, y si no merece la pena. En certámenes se decidieron los destinos de Esquilo, Sófocles, Eurípides y, de alguna manera, Aristófanes. Por la competencia por un público, el de Roma, se unieron alrededor de Plauto y de Terencio un grupo de gente que pensaba más o menos parecido. A problemas parecidos, soluciones similares. El esquema se repite en la industria del cine con la misma exactitud, como en la pervivencia de una tradición oral. En la España del Siglo de Oro y en las calles del Londres de Isabel y Jacobo, la competencia por el público era feroz. Era un negocio, y una forma de vida. Pero un negocio. En su elaborado estudio para demostrar que Shakespeare era en realidad el orondo y refinado Sir Henry Neville, James y Rubinstein dicen que Julio César fue escrito por Neville antes de marcharse a Francia. Y dan dos detalles más. Uno, que un Julio César ya lo habían representado antes unos rivales, los del Admiral’s. Y la otra, que cómo actor Shakespeare la había hecho parecer “ridícula” y ponen como un ejemplo una frase que aparece en un papel tal y cómo fue dicha, pero en el First Folio, al recomponerse todo, se corrige. La frase “ridícula” que dice Shakespeare ante el público de carne y hueso es “Cesar dot not wrong without cause”. Por supuesto, la puesta por escrito final es gramaticalmente correcta, hasta con comas: “Cesar doth not wrong, nor without cause”. Se utiliza este detalle para reforzar la idea de un Shakesperare tonto, paleto, actor de segunda que sirve de pantalla de algún señorito con intereses en la corte. Pero lo que demuestran es la falta de comprensión total hacia un proceso colectivo, holístico, de todos interconectados para crear una arquitectura en el tiempo, sobre la escena. La frase que Shakespeare dijo ante un público tiene seis palabras. La composición gramatical correcta tiene una más. Pero si se leen en voz alta, la rima está en la corta, no en la otra. Y se entiende. Y en un mar de versos sobre el escenario, proyectando la voz hasta la última fila, la que está escrita suena a cartón piedra. Creo que en todo caso, sería al revés, tipos como Neville le tocarían la puerta a los Hombres del Rey con sus manuscritos de corte, llenos de cuidadas referencias a los clásicos, con la esperanza de hacer algo con eso, de satisfacer su ego. Y puede que los hombres del rey lo hicieran, que Shakespeare adaptara aquello. Pero a su manera, porque no se olvide que todos ellos se la jugaban en escena y tenían que hacer cosas que a tres mil espectadores les mantuvieran en las butacas aquel día, y no se fueran a cualquiera de los otros teatros, donde no lo hacían nada mal. Ante la necesidad, el ego se repliega y las obras de Shakespeare son un cruce de muchas cosas excepcionales, de muchos hombres excepcionales que están alerta a los movimientos del teatro en toda Europa. Una red involuntaria. Es muy curioso, por ejemplo, que una de las obras perdidas de Shakespeare sea una adaptación de un episodio de El Quijote, Cardenio. Shakespeare prestaba atención a todo lo que se hacía. Mientras que Shakespeare no tiene impacto en España hasta dos siglos después. La competición entre la Reina Isabel y Felipe II no estaba sólo las flotas de guerra.
¿Entonces, quien escribió las obras de Shakespeare? Pues un poco todos, y Shakespeare, con su mente inquieta absorbía información. ¿Y los sentimientos? Lo que impresiona es que Hamlet fuera representado por primera vez, en el Globe, en el “barato donde las representaciones se llevaban a cabo durante los fines de semana, después del almuerzo, aproximadamente a las dos de la tarde y se extendían hasta antes del anochecer (no había iluminación). Las localidades costaban desde 1 penique en el proscenio (donde estaban de pie) hasta 6 para la platea. Un precio cinco veces inferior al que se pagaba en el Blackfriars. Aquellos Hombres del Rey, actores y escritores, apasionados e inquietos, astutos hombres de negocios, están detrás de una de las obras más deslumbrantes obras de la literatura de todos los tiempos, “Hamlet”. Es una paradoja que la obra más popular de la Roma del pan y el circo sea “Los Hermanos”, sobre la educación. No deja de ser otra paradoja que la obra más famosa de Shakespeare, la representada delante del público “barato” y grosero, sea “Hamlet”. La parte central es una reflexión sobre el teatro, donde la cuadrilla se retrata y, con mucha reverencia mira hacia sus mayores, Plauto y Terencio, hacia sus rivales, los españoles, a ellos mismos. En el segundo acto de “Hamlet”, a partir de la segunda escena, hay una representación dentro de una representación.
Se suele restar importancia al hecho de que el único hijo varón de Shakespeare, Hamnet, sea en realidad el motivo de “Hamlet”. Creo que la diferencia entre esa “n” y esa “l” tiene un sentido que sólo ellos entendieron. Porque ante la muerte de tu hijo varón, depósito de tus esperanzas, tu respuesta es que el mundo es un teatro, y la vida una representación. “La escena indivisible, el poema ilimitado”. Posiblemente, cuando los que quedaban se reunieron de nuevo, con Shakespeare muerto, para poner su pasado por escrito en el First Folio, para recuperar su viaje alucinante por la forja de una forma de ver el mundo, estos detalles podían ser parte de esas cosas de las que a veces no hace falta hablar. Porque si de pronto hace falta, es que nunca se estuvo hablando realmente de lo mismo.

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