lunes, 20 de octubre de 2008

La sombra de Borges.



“¿Puede un autor crear personajes superiores a él? Yo respondería que no y en esa negación abarcaría lo intelectual y lo moral. Pienso que de nosotros no saldrán criaturas más lúcidas o más nobles que nuestros mejores momentos.”
Jorge Luis Borges, “Otras inquisiciones”, 1952

No se suele hablar bien de María Kodama, la viuda de Jorge Luis Borges (1899-1986). Al menos, no en privado. Se casaron por poderes en 1986, poco antes de la muerte de Borges. Pero su historia se remonta a principios de la década de 1970, cuando Borges ya es un clásico en vida. En 1975 ella pasó a ser su secretaria privada después de ser, durante algún tiempo, una de esas personas que le leían en su casa cuando estaba perdiendo la vista. Alumna, secretaria y segunda esposa después de dejar a la primera. Si se observa el modo en que se escribe sobre Kodama y Borges en las enciclopedias de literatura o, especialmente, en los suplementos de prensa, se apreciará cierta tendencia en la selección cruel de los adjetivos. Se dice, por ejemplo que es la mujer de sus “últimos años”, la de su “senectud”, y se suele tener cierto cuidado en aclarar que la obra importante de Borges finaliza en 1975, que es el año en que ella entra de pleno en su vida. Se la hace responsable, además, de alejarlo de su amigo de toda la vida, Bioy Casares, de que muriera en Ginebra y no en Buenos Aires y, en general, de apartarlo en sus últimos años de todo lo que hacía a Borges, Borges.

A veces me cruzaba con María Kodama, en Buenos Aires. Debía tener casi sesenta años, y me pareció atractiva. Siempre iba vestida de una forma elegante, pero muy personal. Algunos días coincidíamos en la decena de mesas de “La Olla de Félix”, en la calle Juncal, cerca de la plaza de Vicente López. Pero en la calle, y en la mesa, la mayoría de las veces la ví sola, incluso, cuando iba acompañada. Ella habla muy poco de su relación con Borges. Una de las pocas cosas que dijo fue que después de su casamiento con Borges, “conoció la maldad”. Fue vituperada con una fuerza inversamente proporcional a la que la figura de su marido era exaltada. Y valía todo. Se analizó con lupa su acta de matrimonio por poderes y a toda prisa en un diminuto paraje de Paraguay, como una forma de ilegitimizarlo. Se entró en detalle en el testamento, y en los cambios que se produjeron en los últimos meses y que la convirtieron a ella en la heredera universal. Sin olvidar en ningún momento los chistes velados, en el peor estilo, sobre la sexualidad posible entre dos personas con medio siglo de diferencia. Tras la muerte de Borges, y con esa cruel virulencia de los mentideros porteños, María Kodama ocupó el puesto de malvada oficial de las letras argentinas, la trepa, la interesada, la que se metió en la foto en el último momento y se quedó con todo. Una Cruela con rasgos orientales a la que se puede culpar de todo. Y por supuesto, se la culpa.


Y, como no podía ser de otra manera, la versión de la propia Kodama, no le interesa a nadie, salvo para confirmar los prejuicios. Y la suya es una versión muy simple: lo pasaban bien juntos, aunque nunca dejaron de llamarse de usted. Se hicieron cómplices, amigos y compañeros de viaje. Una mujer muy joven y un hombre muy mayor que se ríen de sus cosas, y se ríen mucho. En un juego complejo, sutil, sólo para dos jugadores, indescifrable para el resto. Esos juegos intelectuales que llenan las páginas de una de las obras más originales que existen en lengua castellana, que se vierte en relatos, poemas y ensayos que son una continuidad poética. Borges nunca escribió una novela, y de alguna manera sus libros son difíciles de catalogar dentro de un género. Algunos son de poemas, otros de relatos breves, y en otros, se mezclan las dos cosas, los relatos y los poemas. Kodama conoció, y conoce como nadie, los vericuetos de ese universo deslumbrante que parece venido de otra parte, en una obra construida con la delicadeza de un palacio insinuado. Su primer punto en común fue lo anglosajón. Kodama, entre otros idiomas, traduce el islandés. No hace falta decir que también esto se le niega, y que se pone incluso en duda que terminara sus estudios de Literatura en la Universidad, como otra evidencia más en ese invisible expediente contra ella. Kodama, la segunda mujer de Borges, no tiene méritos para ser la mujer de Borges. Pero es sencillo invertir la pregunta, intentar entender la naturaleza de aquella extraña relación que se perpetúa en Maria Kodama, el Borges al que acecha la muerte como una probabilidad inexorablemente cercana. ¿Cómo definían ellos ese amor? “Brynhild, caminas como si quisieras que entre los dos hubiera una espada en el lecho”.

Brynhild es el nombre que un personaje le da a otro en un cuento, “Ulrica” (1975) Un hombre y una mujer, dos apasionados de las sagas escandinavas se conocen en Nueva York e inician un diálogo imposible sobre, precisamente, sagas escandinavas. Se cambian los nombres porque les resulta imposible decir el nombre del otro en su idioma original. Y termina así, con una instantánea de un momento preciso, una de esas mareas súbitas que conmueven los cimientos del alma: “Secular en la sombra fluyó el amor y poseí por primera y última vez la imagen de Ulrica”.

Por supuesto que también se dice que no, que ella no es la Ulrica del cuento. Y yo digo que sí, y que también es la Ulrica de la profecía, la que está condenada a serlo. En 1988, Kodama creó la Fundación Internacional Jorge Luis Borges, que desde entonces se dedica a clasificar, difundir y estudiar su obra. Desaparecido el hombre, se empezó a criticar a Kodama por lo que hacía con su obra. Ella ha iniciado varios pleitos contra editores, escritores y editoriales que han llevado a cabo ediciones no autorizadas de la obra de Borges o que ella consideraba que no tenían calidad suficiente o desvirtuaban el original. María Kodama es una borgiana celosa, ortodoxa y disciplinada, con la pulcritud y el rigor de un profesor de literatura británica, y la adoración fanática por un hombre al que siente como su marido, y sólo podía ser su marido porque era el más grande.

Una vez llevé a Buenos Aires un ejemplar de “Siete Noches” que me acompaña desde un remoto domingo en México, en 1993. Tenía la intención de que Kodama me lo firmara. No sabía si sería capaz de vencer la timidez; no lo fuí. Porque además quería que escribiera: “De parte de la mujer de Jorge Luis Borges”. Porque eso es lo que es, la mujer de Borges, en total y exclusiva propiedad, con un sello imborrable que la hace imposible para cualquier otro hombre. Decía Borges que la “cábala no sólo no es una pieza de museo, sino una suerte de metáfora del pensamiento”, y me pregunto si no fue ese exactamente el modo en que Borges fecundó para siempre a una mujer a la que nunca tocó, modelando su pensamiento hasta que el mundo sólo fue una enorme metáfora con el epicentro en Borges, y donde Borges se refleja por todas partes. Cuando la veía coger el tenedor, alzar la mirada de abajo a arriba con un primer destello de timidez, concentrada, nunca ausente, desinteresada de todo, pero sin soberbia, ni curiosidad, me dio por pensar que sobre todo vivía bajo la doble condición de la bendición y la maldición. Kodama es un producto de Borges, sin que ella pueda dejar de serlo hasta el mismo día en que finalice su existencia. La mala mujer de Borges que de pronto lo ama de la única forma en que Borges quería tal vez ser amado, como un Príncipe de las Sagas escandinavas, por una princesa virgen, para toda la eternidad. No porla conquista de los sentidos a través del cuerpo, sino el sometimiento del alma, que hace posible una sumisión que no conoce límites y que se extiende más allá de la muerte. Borges de alguna manera, ha logrado alcanzar el nivel más inmaterial de esta existencia material, no en la posteridad de los libros, sino en el interior de una mujer que cada día recita su nombre y sólo tiene en él, el sentido y el objetivo de su vida. Que no necesita conjurar su presencia, porque nunca se ha ido para ella.

“Lo que decimos no siempre se parece a nosotros”, dice en “Ulrica”.

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