“Porque simplemente era un milagro, y dentro del milagro no hay nada extraño”
La Leyenda del Santo Bebedor (1939)
Una vez asistí a un funeral en que nadie sabía quien era en realidad el muerto. Porque salvo el nombre, Beltrán, todo lo que nos había contado de él, no era él. Aparentaba tener veinticinco o veintiséis años, pero junto al ataúd nos enteramos, de que, si no lo hubiera dejado, haría muy poco que habría salido del instituto. Su padre nos abrazó, uno a uno, a todos esos amigos de su hijo de quien había oído hablar, pero apenas había visto. Era un abrazo apremiante y angustiado. Cuando nos miramos los unos a los otros, nos dimos cuenta de que nos sucedía lo mismo: era la primera vez que estábamos todos juntos. Todos habíamos oído hablar de los otros, pero nunca nos habíamos reunidos a la vez. Así que una decena de extraños nos sentamos alrededor de una mesa para un banquete fúnebre en honor de un amigo, para descubrir que el rocambolesco personaje que Beltrán había creado de sí mismo, lo había compuesto a partir de fragmentos de nuestras propias biografías. Nos mantenía apartados a propósito para que no cruzáramos versiones. Nunca había estudiado arquitectura, nunca se tuvo que ir a Valencia por un problema con un profesor, nunca estrenó una obra de teatro, nunca una mala mujer le partió el corazón. ni una buena le acarició el alma. El que estudiaba arquitectura era el único amigo que le conocía desde la infancia, el único que tenía todas las piezas y del que no habló nunca a nadie. Y el más joven, claro, tenía y aparentaba la edad real de Beltrán. Fue el primero por el que se hizo pasar, pero luego fue haciendo crecer el personaje con detalles y episodios de nuestras biografías. Este primer suplantando fue el que fue desmontando las versiones y verificando lo que todos temíamos, que no había accidente de moto, sino un suicidio, detrás de su muerte. Y mientras se nos iba desencajando el gesto al escuchar quién era en realidad Beltrán, un chaval grandote que bebía demasiado, me dio por pensar en que esa debió ser la cara de los invitados al funeral del austriaco Joseph Roth (1894-1939).
Por alguna parte hay un relato, de lo que sucedió en el cementerio Thiais de París. El funeral se convirtió en una extraña mezcla de judíos y católicos, comunistas y monárquicos. Y lo que todos tenían en común, era el pensar qué Roth, era de los suyos. “Es judío”. “No, es católico”. “Es monárquico”. “Imposible, es un comunista”. Fue todo, y no llego a ser otra cosa que un patriota. Roth escribe: “La patria del escritor, es la lengua”. Y en eso, fue coherente.
Era alcohólico, murió después de un delirium tremens y su último libro se titula: “La leyenda del Santo Bebedor”. Desde que publicó “Hotel Savoy” (1924), Joseph Roth se convirtió en un escritor de notoriedad pública, con el prestigio y la fama suficiente para ser corresponsal de varios periódicos alemanes. Durante quince años, su obra se reparte entre artículos de prensa, ensayos lúcidos y certeros, relatos y novelas (algunas póstumas) que ofrecen un retrato sorprendente de la Europa de entre-guerras. Y sin embargo, su último relato es de una simplicidad casi pueril que provoca un efecto curioso en el lector: ¿esto va en serio?
“La leyenda del santo bebedor” es la historia de un vagabundo de Silesia llamado Andreas Kartak en París. Aunque su nombre completo no logra recordarlo hasta bien avanzado el cuento, Andreas lleva un año viviendo en la calle cuando un hombre elegante y educado se acerca a él para darle doscientos francos. El extraño le pone una condición, se los tiene que devolver a la imagen de una santa. “Resulta que me he convertido al cristianismo después de haber leído la historia de la pequeña santa Teresa de Lisieux”. Y tiene que devolver ese dinero, en una iglesia concreta, durante la misa mayor del domingo. “Mas, cuidado, no lo olvide: tiene que ser la de Sainte Marie de Batignoles”. Desde ese momento, la vida de Andreas cambia. Y durante todo el resto del cuento, se cuentan dos historias al mismo tiempo. De cómo Andreas va volviendo a la vida, come, duerme en cama y, por supuesto, vuelve a frecuentar el trato de las mujeres. Y por otro, como le resulta imposible devolver el dinero, cada vez que lo intenta, sucede algo que le hace no llegar a tiempo a la misa de Sainte Marie de Batignoles. Su vida se llena de encuentros fortuitos. Con la mujer por la que fue a la cárcel y que ahora es prostituta, con un amigo de la infancia que resulta ser un futbolista famoso, con un compañero, que lo convierte en víctima de sus sablazos. Pero aunque se lo gasta, el dinero siempre vuelve, multiplicado y por casualidad. Y es incapaz de llegar a la iglesia a tiempo. Es “un bebedor, o mejor dicho, un borracho” y un mujeriego, pero no dejan de sucederle milagros, uno tras otro. ¿Detrás de cuál de todos esos personajes se esconde Joseph Roth?
Hay una crónica de Herman Kesten (1959), que lo vio en Paris, poco antes de morir, cuanto estaba escribiendo “La Leyenda”. Para el que quiera, puede confirmar lo de que es una gran broma, porque “me la contó como suele hacerse entre escritores, hablando más de la técnica que del contenido”. “¿No es divertida?”, me preguntó. Y se lo volvió a preguntar: “¿No es divertida?”. Se dice que un defecto, es un efecto con intención. Cuando se pierde el efecto, sólo queda el defecto. ¿Dónde está la gracia?
Si volvemos a ese cementerio de Thiais de Paris, aquella primavera de 1939, la imagen tiene su gracia. Los católicos dudando de haber logrado la conversión sincera de un judío, los judíos, medio aterrorizados con la idea de que en una borrachera le hubiera dado por bautizarse, los comunistas sin entender qué hacen allí todos esos monárquicos que añoran los buenos y pasados días del Imperio Austrohúngaro, y los monárquicos recordando que desde que estuvo en la URSS de corresponsal, Roth no quería saber nada de socialismo. Y en la lápida, simple y llanamente: “Escritor austriaco muerto en París”.
Pero lo que se me hace también gracioso, al recordar aquel funeral, es lo más inmediato, lo que está delante. No en el balance de la obra de Roth, el tema de Dios y la embriaguez, el exilio al que le habían forzado los nazis, la depresión en la que le sumió su mujer esquizofrénica (como Beltrán), cuando tuvo que internarla. Nada de eso. Como buen patriota, era respetuoso, y nunca escribía borracho. Ese relato está muy elaborado. Es la sencillez de la maestría. Las curdas las reservaba para la noche. Y cuando Kesten, con su estilo relamido, describe el café en el que lo encontró, a mi, sí me hace gracia. “Quedaban solamente con él un escritor emigrado de Leipzig, una corresponsal yiddish de Varsovia, un abogado fugitivo de Praga, que estaba de paso en busca de unos parientes que vivían en Nueva York, un hebreo convertido al catolicismo, una antigua actriz de Francfort, amada tiempo atrás por Roth, y un vienés amigo de juventud”.
Y hablado de vieneses. Aún faltaban algunos años para que Roth caminara por allí mintiendo descaradamente sobre su verdadero lugar de nacimiento, pero hubo en Viena un pintor de provincias al que le pasó un poco lo mismo que a Andreas con la santita, pero con su examen de ingreso en Bellas Artes. O fallaba, o no llegaba a presentarse. Ese pintor se llamaba Adolf Hitler. Y aunque Roth decía que el ser judío era para él sólo un accidente, como lo de su bigote rubio, fue por judío por lo que le dijeron que ya no era austriaco, y que se tenía que ir. Hicieron desaparecer a toda su familia en un campo. Aunque a su mujer, Friederiche, que también era judía, no la mataron por eso. Sino en aplicación de las leyes de eugenesia del Reich, por las que era legal practicar la eutanasia a pacientes mentales. Cumplieron la ley.
“Denos Dios a todos nosotros, bebedores, tan liviana y hermosa muerte”.
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