lunes, 15 de septiembre de 2008

Zukerwar: Kabalá, creatividad y creación



"La Creación, lo nuevo, es el deseo”.
“La Esencia, el Infinito y el Alma” (1997)


La cábala judía tiene un inconfundible sabor hispano. En Guadalajara, aún en forma de manuscrito, queda fijada por Mosé de León (1240 – 1290?/1305?) la que será la edición Príncipe de “El Zohar”, el gran texto de referencia de la cábala. Pero con la popularización de la imprenta, los “Diálogos de Amor” (1535) de Judá Abravanel, alías León el Hebreo (1460?/1470?- 1521) ejercen un impacto directo sobre cuatro siglos de sensibilidad europea en una concepción del amor, el amor romántico mal llamado platónico, que influye directamente sobre Lope de Vega, Shakespeare y Goethe. Juan Cohen de Herrera (1570 - 1635) escribe directamente en castellano, pero ya no en España, sino en el exilio. En Lucena, Gerona o en la vieja Castilla se origina un renacimiento kabalístico que pronto se extiende por el Mediterráneo, Oriente Medio y toda Europa. Isaac Luria, Najmánides o Luzzato son sólo algunos de esos nombres que en sentido bibliográfico podríamos llamar los Clásicos. Llevan a cabo lecturas que desembocan en obras sorprendentes que a veces son llamados “tratados”, por convención, pero que en realidad son extensiones inclasificables de un literatura dónde se mezclan el relato, la poesía, la filología, la exégesis y la lógica en la re-lectura, como un continuum eterno, del texto Bíblico. Y por extensión, de la realidad.



El rabino ortodoxo Haim David Zukerwar (1956) también escribe en castellano. Y empieza por afirmar que “muchos de los términos que solemos emplear al referirnos a temas tales como judaísmo y espiritualidad nos han llegado a través de traducciones, y poseen una carga de subjetividad en cuanto a su significado y objetivos”. En otras palabras, que es imposible ver la realidad sin interpretarla. En castellano la palabra “cábala” aparece registrada por primera vez en un documento en una fecha tan lejana como 1325 ó 26 (la primera gramática es de 1499 y una palabra como “altruismo” no se registra hasta 1900, como calco del francés). “Conjetura, suposición”, “Cálculo supersticioso para adivinar algo” o “maquinación, intriga” son expresiones sinónimas de cábala, desde antes de que aparecía el primer diccionario. Por eso Zukerwar propone el término “Kabalá”, que tiene un sentido opuesto, de claridad y apertura. Mucho más cercano al original hebreo: “el vocablo Kabalá significa literalmente recepción, es decir, que dicho estudio prepara al hombre para recibir todos los grados y planos de la vida como una realidad única”. Porque uno de las premisas de la Kabalá es que toda realidad material es el efecto de una causa inmaterial, a la que se denomina espiritual. Y la Kabalá es un “lenguaje de cómo activar la conciencia de la realidad”.

En este punto, de manera inevitable, vienen a la mente la palabra “religión” y “Dios. Y precisamente ese es el punto de partida de Zukerwar, el de la necesidad de entender los términos de la kabalá en el contexto en el que fueron creados, no en traducciones que le dan a las palabras el sentido contrario al que originalmente tienen. “La palabra "Dios" deriva del latín Deus, que a su vez proviene de Zeus - divinidad mitológica griega - hijo de Cronos, "Dios" del tiempo”. Es raro escuchar a un kabalista usar la palabra Dios. Zukerwar no es una excepción.

La kabalá va más allá en sus postulados que el agnosticismo clásico, que afirma que es imposible adquirir conocimiento de otros planos de realidad por la naturaleza subjetiva de la experiencia humana. “La realidad del hombre está limitada generalmente por la percepción sensorial, la emoción, el pensamiento y la imaginación. Estos aspectos son los conductos a través de los cuales nos relacionamos con la vida”. Y explica Zukerwar: “nuestra tradición especifica que todos los aspectos de la vida son diversos grados de una misma y única realidad, el Infinito Ein/Sof. Esta realidad generada por HaKadosh Baruj Hu contiene todos los estados posibles, y es ilimitada e indivisible”. HaKadosh Baruj Hu es uno de los nombres con los que los kabalistas se refieren a esa entidad que es y no es Dios. Pero hay un nivel más alto: “Atzmutó” que, simple y llanamente, los kabalistas ni definen porque no se puede definir; cualquier cosa que se diga, es una especulación. Y la kabalá, no es especulativa.

¿Y de dónde viene esa limitación? Del lenguaje. Ludwig Wittgenstein (1889-1951), que no era ni judío, ni religioso, publicó en un extraño libro con un título aún más extraño “Tractatus Lógico-Filosoficus” (1922) donde afirma que “la mayor parte de los interrogantes y proposiciones de los filósofos estriban en nuestra falta de comprensión de nuestra lógica lingüística”. En otras palabras, que el lenguaje forma a nuestro alrededor un fino espejo de la realidad, una virtualidad de la que es difícil escapar. Por lo menos, usando el lenguaje mismo. Y Ferdinand de Saussure (1857-1913), padre de la lingüística moderna, que a su vez inicia el camino sin retorno en el que se ha desenvuelto la filosofía del siglo XX y, de momento, del XXI, pone el dedo en otra limitación del lenguaje: la escritura como vehículo real para expresar el pensamiento; “la lengua evoluciona sin cesar, mientras que la escritura tiende a quedar inmutable”. La kabalá, también asume esa limitación como punto de partida.

Pero tal vez el punto central de la kabalá como sistema este en sus afirmaciones sobre el deseo. Freud habla del deseo, y, como dice Zukerwar, pone fin a dos mil años de puritanismo y “lo enfrenta a su desafío arquetípico”. Pero no va más allá. Afirman los kabalistas que no sólo el hombre es activado por un deseo que no cesa hasta su cumplimiento, el placer, sino que de alguna manera todo lo que vemos está teñido por ese deseo; es ese deseo. Configura nuestra percepción del tiempo y del espacio. Se suele atribuir a Einstein la paternidad intelectual del relativismo, de la idea de que no hay criterios objetivos para definir el Bien y el Mal, que lo que hoy es bueno, en otra circunstancias, es terrible. O viceversa. Y también es este otro de los puntos de partida fundacionales de la kabalá a partir, precisamente, de la premisa de la poderosa fuerza del deseo. Así que la kabalá no sólo no niega algunos de los principios básicos del racionalismo, sino que va aún más allá y nos ofrece un salvaje mapa de la realidad cambiante, donde el deseo en pos del placer es una fuerza aún más poderosa de lo que expresaba Freud, donde todo es aún más relativo de lo que intuía Einstein, y donde los límites del lenguaje y la comunicación son aún más sutiles y a la vez radicales de lo que vislumbraron Saussure o Wittgenstein. La kabalá propone herramientas para relacionarse con el deseo y, por ende, con la realidad.

Una de las cosas que fascinó a Borges al contemplar ese monumental edificio de ideas que es la Kabalá, fue advertir lo obvio; que es un sistema. Un conjunto organizado de definiciones, nombres, símbolos y otros instrumentos de pensamiento o comunicación. Ejemplos de sistemas conceptuales son las Matemáticas, la Lógica formal, la Nomenclatura binomial o la notación musical. La kabalá tiene su propia nomenclatura, lo que los clásicos llaman El Lenguaje de las Ramificaciones. Y escribe Borges: “la cábala no se trata de una pieza de museo de la historia de la filosofía; creo que este sistema tiene una aplicación: puede servirnos para pensar, para tratar de comprender el universo”. Pero la gran particularidad de la kabalá como sistema, que es al mismo tiempo el nudo gorgiano de su extraordinaria complejidad, es que es un sistema dinámico, que sirve para adaptarse a un escenario y un mapa de la realidad mucho más radical y cambiante que la apuesta más radical del racionalismo. Creo que fue Unamuno el que dijo que los sistemas filosóficos clásicos, de Sócrates a este parte, eran como un castillo con la puerta cerrada. Estructuras lógicas, hermosas, perfectas. Pero que nadie puede vivir dentro precisamente por eso, porque sólo ofrecen una ficción de seguridad, de algo fijo en medio de una realidad cambiante. La kabalá es exactamente lo contrario.

En el Zohar se afirma que “todos los mundos están incluidos en el hombre”. Y que existe una relación entre lo micro y lo macro, “lo que está arriba es como lo que está abajo”. Que aplicado al ser humano y la creación artística vendría a significar, para quien así quiero verlo, que el modo en que toda realidad “espiritual” es creada, obedece a un mismo patrón dinámico. Que todo se crea de acuerdo a un mismo proceso que inevitablemente reproducimos porque está en nosotros. Porque sin entrar en especulaciones teológicas, ni metafísicas (dos aspectos de los que la kabalá tradicional huye con tanta o más intensidad que de esa caricatura que es la numerología y la superstición), el acto de creación “artística” (por darle un nombre) es un ejemplo claro de creación material a partir de una realidad “espiritual”, no material. Las ideas y sentimientos que se expresan y a los que se da forma en diversos medios; escritura, pintura, arquitectura... En ese magma confuso etiquetado como “creatividad”. Otro filósofo contemporáneo, Paul K. Feyerabend (1924-1944) (“Contra el método”, 1975) llevó a cabo una curiosa revisión de nuestras visiones del mundo, de eso que los kabalistas llaman nuestra percepción de la realidad. Y descubre que la mayoría de los “saltos hacia delante” de la física, por ejemplo, no son el resultado del desarrollo estructurado, paso a paso, de la lógica. Sino efectos de intuiciones. Es el ejemplo de Galileo, que reviste su sistema de una coherencia lógica, que en realidad trata de tapar un hecho central: que tuvo una intuición. Es también el caso de Newton. Y la pregunta a hacerse es: ¿de dónde vienen las ideas? ¿Cómo surgen las intuiciones? ¿Qué papel ocupa el deseo en ese esquema? Porque sólo se desea aquello de lo que se carece, el deseo pendiente.

Para seguir con el razonamiento que lleva adelante Zukerwar en castellano, el deseo se articula en el pensamiento, que a su vez se articula en la palabra. Y hay dos formas de enfrentarse a ese deseo, desde concepciones radicalmente opuestas del ego. Lo que en hebreo se llama “aní”, que es el yo egoísta, y el “anoji”, que es una especie de “yo” colectivo, un yo que en realidad significa “nosotros”. Como uno de esos efectos en que los sutiles mecanismos del pensamiento se expresan en palabras, la diferencia entre uno y otro queda evidenciada en la diferencia entre dos términos: creatividad y creación. La creatividad, que prima la originalidad como valor absoluto, el ego del “talento” individual capaz de generar cosas “nuevas”. Y el concepto de “creación” que de alguna manera dice que no inventamos nada, que descubrimos, que “conectamos” con cosas como los arquetipos que ya estaban allí antes de que nosotros naciéramos, y que son parte esencial de nuestro diseño básico. Que la creación siempre es colectiva, se asuma, o no. Y que esta creación no es posible sin un retraimiento del ego. Lo que nos lleva a una interesante metáfora, la de la palabra y la escritura como vehículos reales para crear. La idea popular del “Golem”.

Si volvemos sobre Wittgenstein, se han escrito muchos libros sobre él, sobre su obra, sobre su legado, sobre la explicación de sus ideas. Libros individuales donde cada autor ha querido poner su original granito de arena. Wittgenstein estaba obsesionado con la idea de encontrar un lenguaje que fuera “real”, perfectamente lógico. ¿Sería ese un lenguaje creador al modo en que los kabalistas hablan de la creación por la palabra? Si seguimos esa lógica de buscar las cadenas de hechos y consecuencias, que está en la base del método de los kabalistas, podríamos decir que de alguna manera, sin darse cuenta, lo encontró. Repitió un patrón ajeno a él. Una de las personas del círculo íntimo de Wittgenstein era el señor Turing (1912-1954), considerado padre de la inteligencia artificial y uno de los constructores del primer ordenador. El idioma del que habla Wittgenstein, ese idioma lógico, existe en las dos formas, como palabra, y como acción; pero es una lengua sin habla. Cada movimiento virtual de la red, del teléfono móvil, de la consola responde a la ejecución de operaciones descritas por un lenguaje lógico, escrito con letras que forman oraciones. Cuando enciendes el ordenador, por ejemplo, que el color de la pantalla sea azul o rojo depende de que el ordenador lea una frase que dice que será rojo, con su propia nomenclatura. ¿Quién escribe ese lenguaje? Los programadores. En una tarea colectiva que deja en ridículo el sufrido esfuerzo de los amanuenses y sus códices medievales. Millones de personas están sentadas detrás de un ordenador escribiendo cadenas de oraciones lógicas, que crean realidad con la palabra. El mundo virtual también se crea con palabras, con un lenguaje.

Y ya que estamos hablando de un rabino ortodoxo, de la espiritualidad del pueblo judío, y de la creación de lo virtual, te invito a que busques el artículo de referencia de Ludwig Wittgenstein en Wikipedia. Hay allí una fotografía del pequeño Ludwig en su escuela primaria, en Austria. Atención a su compañerito de la fila de arriba, a la derecha.

“El hombre está, donde está su pensamiento”.

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