jueves, 23 de octubre de 2008

El Principito y una señora de Antigua.



“¡Ah! – dije al principito -. Tus recuerdos son bien lindos, pero todavía no he reparado mi avión, no tengo nada para beber y yo también sería feliz si pudiera caminar muy suavemente hacia una fuente”.
El Principito (1937)

No hay nada parecido a Antigua Guatemala, ni en el resto de América, ni en la vieja Europa. El viaje por carretera desde Ciudad de Guatemala, dura apenas 30 minutos, pero el reloj da marcha atrás en el tiempo, hasta 1773. El lugar es hermoso, pero la manera más fácil de asomarse a su espíritu es abrir el capítulo IX de “El Principito”, con ilustraciones originales del autor. “Poseía dos volcanes en actividad. Era muy cómodo para calentar el desayuno de la mañana. Poseía también un volcán extinguido. Pero, como decía el principito, “¡no se sabe nunca!”. Deshollinó, pues, igualmente el volcán extinguido”. “No se sabe nunca” es la expresión que todavía hoy se usa en Antigua Guatemala cuando se alza la vista hasta la cumbre de los 4.000 metros del Volcán de Agua. Durante miles de años, se acumularon millones de metros cúbicos agua en su interior. Hasta que un buen día de 1773, un terremoto abrió las faldas del volcán y toda esa agua, transformada en lodo, inundó la ciudad. Por orden del gobernador, fue abandonada y se fundó una nueva capital en el Valle de la Asunción, la actual ciudad de Guatemala. Pero no todo el mundo se fue y los que se quedaron son responsables de su espectacular estado de conservación. Es la misma Antigua Guatemala que encontró Saint Exupéry (1900-1944), cuando se recuperaba de las heridas del más grave de todos sus accidentes como piloto de aviación.



La historia, con la cruel simplificación que opera la memoria, me la contó Max Araujo. Él la conoció, y hasta me dijo su nombre. Una de esas refinadas damas de antaño, fue la madre del principito, de ese pequeño rey huérfano. El 15 de febrero de 1937, en una escala en el raid Nueva York – Tierra de Fuego, el avión de Exupéry se desplomó tras el despegue en el aeropuerto de La Aurora, por un exceso de carga de combustible. Exupéry fue a parar a un hospital. Y entonces aquella señora que Max conoció, y cuyo nombre yo he olvidado, lo encontró, tirado. Y decidió que aquel joven francés, tan educado, no estaba en el entorno adecuado para su recuperación. Se lo llevó a su casa de Antigua. No nos olvidemos que el señor Exupéry, era conde, de los de nombre largo: Antoine Jean-Baptiste Marie Roger de Saint Exupéry. Y allí mismo, entre las marimbas y los comales, entre la niebla de la mañana que oculta el Volcán de Agua, y las noches iluminadas por la lava del Pacaya, se dibujaron los dorados rizos del principito, el personaje que saluda con asombro desde la portada a cuatro generaciones de lectores infantiles. Y sobre todo, de padres que recuerdan que fueron niños.
Pero no es del todo cierto que “El Principito” se escribiera allí. Como en todo proceso espiritual, no hay relación inmediata entre causa y efecto. Es más que probable que a Exupéry, los volcanes le parecieran muy bonitos y todo eso, pero que no ocuparan en su mente mucho espacio en 1937. Que de la experiencia cercana del dolor y el peligro de muerte, no surgiera ese niño solitario amigo de los baobabs y los zorros. Al menos, no inmediatamente. De su experiencia guatemalteca surge “Tierra de Hombres” (1939), un libro en el que no se hace ninguna mención a Guatemala, sino a un momento anterior en su vida, la otra vez en que casi no lo cuenta, cuando se quedó varado en medio del desierto de Libia con un compañero. Se enfrentaron a la muerte, a la sombra de un avión averiado. Caminaron hacia el este, con la esperanza de encontrar la costa. Un par de días después, los encontró un beduino, medio muertos, y compartió con ellos su agua. En “Tierra de Hombres” escribe: “Lo que sentimos cuando tenemos hambre, esa hambre que impulsaba a los soldados de España bajo los disparos hacia la lección de botánica, que impulsó a Mermoz hacia el Atlántico Sur, que impulsaba a alguien hacia su poema, es que el Génesis no está acabado y que necesitamos alcanzar conciencia de nosotros mismos y del universo. Tenemos que tender pasarelas en la noche. Esto lo ignoran sólo aquellos que forman su sabiduría en una indiferencia que creen egoísta. ¡Pero todo desmiente a esa sabiduría! Camaradas, camaradas míos, yo os tomo por testigos: ¿Cuándo nos hemos sentido felices?"
Exupéry tuvo el accidente el 15 de febrero, y a finales de marzo ya está en Nueva York, en casa del general Donovan, donde prosigue su lenta convalecencia. La estancia en Antigua no pudo durar mucho. Y los volcanes no volvieron a su memoria, desde esa esquina donde se fragua la literatura, que es precisamente la aparentemente menos literaria, hasta 1943, en plena Segunda Guerra Mundial, cuando se publica “El Principito”. Antes que en Guatemala, Exupéry tuvo otros accidentes, y aún tendría más. Cuando empezó la guerra, por su edad y el lamentable estado físico en el que le habían dejado precisamente todos esos percances, lo rechazaron como piloto de combate, y lo dedicaron a tareas de reconocimiento por su propia insistencia. Sobrevoló la Francia ocupada y Alemania, ganó aún más condecoraciones de las que ya tenía. No tuvieron más remedio que ascenderlo a comandante. En 1944 salió desde Córcega en misión de reconocimiento, para no regresar jamás. Se perdió en el mar, y hasta hoy, no se han encontrado restos del aparato. No exista una versión fiable sobre su muerte. Por supuesto que en Antigua Guatemala hay una versión: que en realidad se suicidó con honor, que tenía cáncer y prefirió internarse en el mar hasta que se le terminara el combustible a morir poco a poco. Y a lo mejor en ese último vuelo, también recordó los volcanes, aquellos a los que apenas prestó atención en su momento.
Ella, o tal vez Max al re-escribir la historia para contármela, o yo mismo para recordarla, miramos la ilustración del capítulo IX con la sonrisa infantil de quien comparte un secreto. Le damos vueltas a la ilustración. El volcán que el principito está deshollinado es el de Agua, de eso no hay duda; el detalle clave es la forma de la cumbre. ¿Y el del lado izquierdo de su mínimo planeta? Es el de Fuego. En eso también estamos de acuerdo. Pero hay discusión sobre el tercero; Max Araujo dice que es el Acatenango, pero yo estoy convencido de que es el Pacaya. E inventamos sin querer una nueva versión, para recordar, ese olvidado y distorsionado episodio entre la dama y el joven piloto para quien Centroamérica sólo era, hasta entonces, el remoto origen de su mujer, María Consuelo Suncin Sandoval, natural del departamento de Sonsonate, El Salvador. Y, como para todos, Centroamérica sólo se hizo real a través del dolor y el asombro. Y; ¿quién sabe? Tal vez esos volcanes no tienen nada que ver con los guatemaltecos, y sólo son lo que dicen ser, los tres volcanes del diminuto planeta del pequeño príncipe. Pero para los tres, para la señora, para Max y para mi, darle una patria al principito y un certificado a su nacimiento es una forma de aliviarle, y aliviarnos, de aquella advertencia que le hace la flor: “¿Los hombres? Creo que existen seis o siete. Los he visto hace años. Pero no se sabe nunca dónde encontrarlos. El viento los lleva. No tienen raíces. Les molesta mucho no tenerlas”.


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Ya no recuerdo como fué que te conté la historia pero la señora de la que hablás es la escritora y poeta guatemalteca Luz Méndez de la Vega, quién de niña, ahora es una persona muy mayor y todavía activa en los círculos culturales de Guatemala, acompañaba a su papá que era médico a hacerle las curaciones a Saint Exupery. Quienes afirman de La Antigua como el lugar físico de la obra, pues ahí convaleció el autor, son el argentino-gallego-guatemalteco Jorge Carro, y el griego-francés-guatemalteco don Tasso Hadjidoduo. Pero la vida da vueltas y resulta que una de las esposas de Saint Exupery fué esposa también de un guatemalteco, Enrique Gómez Carrillo, quién vivió en Francia, fue un cronista modernista y en España director de uno de los diarios de la época, ocasión en la que se metió a líos por sus escritos y afirmaciones. Esta señora fue la salvadoreña Consuelo (creo que Sussin) y ya de grande, en sus últimos años, vivió con otro guatemalteco o un español de apellido Torres, quién actualmente es depositario de bienes, tanto de Saint Exúpery como de Gómez Carrillo, en la Costa Azul…
Nota. Te recomiendo la novela del asturiano-guatemalteco Francisco Pérez de Antón, creador del imperio de Pollo Campero, quién público con Alfaguara-Guatemala, "Los Hijos de la Pólvora y el Incienso" que se ubica en Antigua Guatemala, en los inicios de la colonia. Esta documentada y es fundamental para entender la formación de nuestra sociedad clasista, excluyente y racista. Te recomiendo también el libro "Racismo y linaje" de la doctora española-guatemalteca Marta Casaus, quién da clases en la Complutense y es accionista por herencia de la cervecería de Guatemala y de las empresas de ese grupo.
Y se te olvidó narrar que en ese viaje vimos la erupción impresionante del Pacaya que ya estábamos en un lugar de privilegio por la carretera que de La Antigua conduce a Guatemala. Y viceversa.
Max

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