lunes, 20 de octubre de 2008

Antígona: la invención de la mujer perfecta.



“Miramos, según nos lo ordena nuestro abatido dueño, y vimos a la joven en el extremo de la tumba colgada por el cuello, suspendida con un lazo hecho del hilo de su velo, y a él, adherido a ella, rodeándola la cintura de un abrazo, lamentándose por la pérdida de su prometida muerta por las decisiones de su padre, y sus amargas bodas”.
Sófocles, “Antígona”, (-442)

De Sófocles se han conservado siete tragedias completas y, para un autor con tanta lejanía en el tiempo, sabemos bastante. Hay una biografía en la que se cuenta que era el hijo de un rico fabricante de armas, que tuvo una modesta carrera política en Atenas y que lo suyo era el teatro. Ganó 24 certámenes (los griegos habituaban a hacer concursos con sus obras, por eso les quedaban tan bien). Pero no termino de tener claro hasta que punto el político estaba callado mientras el dramaturgo escribía. Lo de inventarse la mujer perfecta es un viejo vicio que viene asociado a la escritura y el arte de contar historias mucho antes de que existieran los griegos. De “Antígona” se ha rescatado el final. El de “Romeo y Julieta” es parecido, el amante que se suicida y el otro amante que se mata al encontrarla muerta. Pero del resto, lo que ha quedado es lo de la resistencia a la tiranía de una mujer solitaria.

El argumento es intenso: dos hermanos pelean frente a la ciudad y los dos se matan. Uno, el del bando ganador, es enterrado con honores. Mientras que para el otro el rey, Creonte, ordena que se lo deje sin sepultar. Este hermano tiene a su vez dos hermanas, Antígona e Ismene. Que reaccionan de forma diferente ante la orden. Ismene baja la cabeza y obedece y Antígona se lo pasa todo por el arco del triunfo y entierra a su hermano. No hace falta decir que se la cae el pelo. Y delante del rey desarrolla un verdadero discurso contra la tiranía, que es un grito contra cualquier tiranía: “Con dolor me río de ti, si es que lo hago”. “No nací para compartir el odio, sino el amor”. Ismene, como ha dejado claro desde el principio, va a ser buena y obedecer. Luego le toca al rey decirle a su hijo, Hemón, que va a matar a su prometida, Antígona. Y le pone la mano en el hombro y le dice que no es para tanto: “Por tanto, hijo, tú nunca eches a perder tu sensatez por causa del placer motivado por una mujer, sabiendo que una mala esposa en la casa como compañera se convierte en eso, en un frío abrazo”.
Pero Antígona está escrita por un hombre, de eso no se libra. Y en su lectura de las mujeres se mueve como nos movemos sin querer aún hoy, entre extremos. Los de Sófloces son políticos, mujer sumisa frente a mujer valiente. En España, desde siempre, esos extremos son morales: putas o santas, sin nada a la mitad. En cualquier caso, dentro del estrecho margen de “las mujeres deberían ser…” que es una expresión de deseo masculino por entender a las mujeres y proponerles modelos. Pero Antígona e Ismene hablan y actúan como dos hombres vestidos de mujer, enfrentadas a situaciones ideales donde se les propone un modelo de comportamiento heroíco al estilo de la ilustración: Todo para las Mujeres, pero sin las mujeres. Al menos, Sófocles hace un intento de tratarlas con cierto respeto. Cierto. Y es imposible saber hasta que punto no está dirigiéndose a sus propias mujeres, a las que marcaron su vida. Sus propios fríos abrazos.

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